jueves, 11 de junio de 2009

RESEÑA DE ASÍ HABLÓ ZARATUSTRA

EN VISTA DE QUE EL PRÓXIMO VIERNES 19 DE JUNIO, TODOS LOS QUE ALGUNA VEZ LEIMOS A ZARATUSTRA NOS REUNIREMOS EN EL SALÓN DE SEGUNDO AÑO DE LITERATURA DE LA UNSA DE AREQUIPA, APATIR DE LAS 17:30 HORAS. LES HE DEJADO UNA PEQUEÑA RESEÑA SOBRE ESTE IMPORTANTE LIBRO A DEBATIR, QUE ME AGRADARÍA LEAN Y LA COMENTEN.

RESEÑA DE ASÍ HABLÓ ZARATUSTRA

“Un libro para todos y para nadie” reza el subtítulo de éste libro, considerado la cumbre más alta en la obra del controvertido filósofo alemán Friedrich Nietzsche (1844-1900), y es que en los tiempos modernos en los que fue concebida tan magna obra –y, por supuesto, también en nuestros tiempos- la vida espiritual que este libro propone es desdeñada y/o menospreciada por la gran mayoría de la gente, que para Nietzsche siguen la filosofía del rebaño.

Rebaño. Una palabra dura pero exacta para pintar de cuerpo entero a la inmensa manada de personas que, en todo el mundo, viven en éste planeta sin saber por qué giramos, es decir, sin darle un sentido espiritual a su existencia.
Nacer, ir al colegio, luego a la universidad, casarse, tener hijos, y, finalmente, morir. Ése es el ciclo “normal” que el establishment impone en la cultura occidental y claro, nunca propone el cuestionar la moral ni las reglas establecidas en nuestra cultura. Quien se atreviera a hacerlo es tildado de inservible, desecho.

De eso trata este libro, de cuestionar la moral y las costumbres occidentales, la religión predominante –en nuestro caso la cristiana- y no sólo trata de cuestionarla sino que además propone un nuevo “estilo de vida” ideado por una sabiduría salvaje. Ésa es la sabiduría que nos da Zaratustra. La de su águila y su serpiente que nos gritan que “¡Dios ha muerto!” y por tanto ya no tiene sentido esperar un supuesto paraíso, debemos de vivir para la tierra, vivir para crear, para crear por encima de nosotros y así superar al hombre. ¡Dios ha muerto! porque ha de venir el superhombre.

Y el superhombre, sin duda, es la meta de Nietzsche y su Zaratustra, un ser que sea capaz de crear por encima de si mismo, de diferenciarse del rebaño, lleno de seres inferiores al superhombre, de reír y cantar como un niño, capaz de recuperar los instintos vitales, originales del hombre, de vivir obedeciendo solamente a su voluntad de poder. El superhombre es el que le da sentido a la vida, a la tierra y es, sobre todo, antimoral, está situado más allá del bien y del mal. Ve la vida con ojos universales, es decir ojos macro cósmicos, no desea la igualdad de los seres sino que sabe de jerarquías; espirituales, claro, no desea el confort sino el riesgo, desea probar su cerebro creador, su espíritu combativo, y morir por su propio amor al superhombre.

La sociedad occidental está quizás lejos aún de concebir el superhombre, o quizás no, tal vez existan superhombres en la espesura de la selva, alejados de la civilización. Pues resultaría casi una contradicción concebir el superhombre bañado en el confort de la cultura occidental.


El superhombre, ¡ese niño-león!

Wilder Gonzales Agreda.
Abril 2002

PDTA.- A los participantes del conversatorio de la Escuela de Literatura y Linguistica,deben de leer la obra de "ASÍ HABLÓ ZARATUSTRA".

miércoles, 10 de junio de 2009

LA SEÑORITA BRILL


Por Katherine Mansfield

Aunque hacía un tiempo maravilloso el azul del firmamento estaba salpicado de oro y grandes focos de luz como uvas blancas bañaban los Jardins Publiques. La señorita Brill se alegró de haber cogido las pieles. El aire permanecía inmóvil, pero cuando una abría la boca se notaba una ligera brisa helada, como el frío que nos llega de un vaso de agua helada antes de sorber, y de vez en cuando caía revoloteando una hoja -no se sabía de dónde, tal vez del cielo-. La señorita Brill levantó la mano y acarició la piel. ¡Qué suave maravilla! Era agradable volver a sentir su tacto. La había sacado de la caja aquella misma tarde, le había quitado las bolas de naftalina, la había cepillado bien y había devuelto la vida a los pálidos ojitos, frotándolos. ¡Ah, qué agradable era volverlos a ver espiándola desde el edredón rojo...! Pero el hociquito, hecho de una especie de pasta negra, no se conservaba demasiado bien. No acababa de ver cómo, pero debía haber recibido algún golpe. No importaba, con un poquito de lacre negro cuando llegase el momento, cuando fuese absolutamente necesario... ¡Ah, picarón! Sí, eso era lo que en verdad sentía. Un zorrito picarón que se mordía la cola junto a su oreja izquierda. Hubiera sido capaz de quitárselo, colocarlo sobre su falda y acariciarlo. Sentía un hormigueo en los brazos y las manos, aunque supuso que debía ser de caminar. Y cuando respiraba algo leve y triste -no, no era exactamente triste- algo delicado parecía moverse en su pecho.

Aquella tarde había bastante gente paseando, bastante más que el domingo anterior. Y la orquesta sonaba más alegre y estruendosa. Había empezado la temporada. Y aunque la banda tocaba absolutamente todos los domingos, fuera de temporada nunca era lo mismo. Era como si tocasen sólo para un auditorio familiar; cuando no había extraños no les importaba mucho cómo tocaban. ¿Y no iba el director con una levita nueva? Habría jurado que era nueva. Frotó los pies y levantó ambos brazos como un gallo a punto de cantar, y los músicos, sentados en el quiosco verde, hincharon los carrillos y atacaron la partitura.

Ahora hubo un fragmento de flauta -¡hermosísimo!-, como una cadenita de refulgentes notas. Estaba segura de que se repetiría. Y se repitió; la señorita Brill levantó la cabeza y sonrió.

Solo otras dos personas compartían su asiento «especial»: un anciano caballero con un abrigo de terciopelo, que apoyaba las manos en un enorme bastón tallado, y una robusta anciana, que se sentaba muy rígida, con un rollo de media sobre el delantal bordado. Pero no hablaban. Lo cual en cierto modo fue una desilusión, puesto que la señorita Brill siempre anhelaba un poco de conversación. Pensó que, en verdad, empezaba a tener bastante experiencia en escuchar haciendo ver que no escuchaba, en sentarse dentro de la vida de otra gente durante un instante, mientras los otros charlaban a su alrededor.

Miró de reojo a la pareja de ancianos. Quizá pronto se fuesen. El último domingo tampoco había resultado tan interesante como de costumbre. Un inglés con su esposa, él con un horripilante panamá y ella con botines. Y la mujer se había pasado todo el rato insistiendo en que debería llevar gafas; diciendo que notaba que las necesitaba; pero que de nada servía hacerse unas porque estaba segura de que se le iban a romper y de que no se le sujetarían bien. Y su marido se había mostrado tan paciente. Le había sugerido de todo: montura de oro, del tipo que se sujeta a las orejas, unas pequeñas almohadillas dentro del puente... Pero no, nada la satisfacía. «Seguro que siempre me resbalarían por la nariz.» La señorita Brill le habría propinado una buena azotaina con muchísimo gusto.

Los ancianos continuaban sentados en el banco, quietos como estatuas. No importaba, siempre había montones de gente a quien mirar. De un lado para otro, pasando frente a los arriates cuajados de flores, junto al templete de la orquesta, paseaban grupitos y parejas, se detenían a charlar, se saludaban, compraban un ramito de flores a un viejo pordiosero que tenía la canastilla colgada de la barandilla. Algunos niños corrían entre los grupos, empujándose y riendo; chiquillos con grandes lazos de seda blanca atados al cuello, y niñitas, muñequitas francesas, vestidas de terciopelo y puntillas. Y a veces algún pequeño que apenas caminaba aparecía tambaleándose entre los árboles, se detenía, miraba, y de pronto se dejaba caer sentado, ¡flop!, hasta que su mamaíta, calzada con altos tacones, corría a socorrerlo, como una clueca joven, regañándolo. Otros preferían sentarse en los bancos y en las sillas pintadas de verde, pero estos eran casi siempre los mismos un domingo tras otro y -tal como la señorita Brill había advertido a menudo- casi todos ellos tenían algún detalle curioso y divertido. Eran gente rara, silenciosa, en su mayoría ancianos y, por el modo como miraban, parecía que acabasen de salir de alguna habitacioncita oscura o incluso de... ¡de un armario!

Detrás del quiosco se levantaban esbeltos árboles de hojas amarillentas que pendían hacia el suelo, y al fondo se divisaba el horizonte del mar, y más arriba el cielo azul con nubes veteadas de oro.

¡Tum-tum-tum, ta-ta-tararí, pachín, pachum, ta-ti-tirirí, pim, pum!, tocaba la banda.

Dos jovencitas vestidas de rojo pasaron junto a ella y fueron a encontrarse con dos soldados de uniforme azul, y juntos rieron, se aparejaron, y siguieron del brazo. Dos mujeres rollizas, con ridículos sombreros de paja, cruzaron con toda seriedad tirando de sendos borriquillos de hermoso pelaje gris ahumado. Una monja lívida y fría pasó apresuradamente. Una hermosísima mujer perdió su ramillete de violetas mientras se acercaba paseando, y un niñito corrió a devolvérselas, pero ella las tomó y las arrojó lejos, como si estuviesen envenenadas. ¡Vaya por Dios! ¡La señorita Brill no sabía si admirar o no aquel gesto! Y ahora se reunieron exactamente delante de ella una toca de armiño y un caballero vestido de gris. El hombre era alto, envarado, muy digno, y ella llevaba la toca de armiño que había comprado cuando tenía el pelo rubio. Pero ahora todo, el pelo, el rostro, los ojos, era del color de aquel ajado armiño, y su mano, enfundada en un guante varias veces lavado, subió hasta tocarse los labios, y era una patita amarillenta. ¡Oh, estaba tan contenta de volver a verlo... estaba encantada! Había tenido el presentimiento de que iba a encontrarlo aquella tarde. Describió dónde había estado: un poco por todas partes, aquí y allí, y en el mar. Hacía un día maravilloso, ¿no le parecía? ¿Y no le parecía que quizá podían...? Pero él negó con la cabeza, encendió un cigarrillo, y soltó despacio una gran bocanada de humo al rostro de ella, y mientras la mujer continuaba hablando y riendo, apagó la cerilla y siguió caminando. La toca de armiño se quedó sola; y sonrió aún con mayor alegría. Pero incluso la banda pareció adivinar sus sentimientos y se puso a tocar con mayor dulzura, suavemente, mientras el tambor redoblaba repitiendo: «¡Qué bruto! ¡Qué bruto!». ¿Qué iba a hacer? ¿Qué sucedería ahora? Pero mientras la señorita Brill se planteaba estas preguntas la toca de armiño se giró, levantó una mano, como si hubiese visto a algún conocido, a alguien mucho más agradable, por aquel lado, y se dirigió hacia allí. Y la banda volvió a cambiar de música y se puso a tocar a un ritmo más vivo, mucho más alegre, y el anciano matrimonio sentado al lado de la señorita Brill se levantó y desapareció, y un viejo divertidísimo con largas patillas que avanzaba al compás de la música estuvo a punto de caer al tropezar con cuatro muchachas que venían cogidas del brazo.

¡Oh, qué fascinante era aquello! ¡Cómo le divertía sentarse allí! ¡Le agradaba tanto contemplarlo todo! Era como si estuviese en el teatro. Igualito que en el teatro. ¿Quién habría adivinado que el cielo del fondo no estaba pintado? Pero hasta que un perrito de color castaño pasó con un trotecillo solemne y luego se alejó lentamente, como un perro «teatral», como un perro amaestrado para el teatro, la señorita Brill no terminó de descubrir con exactitud qué era lo que hacía que todo fuese tan excitante. Todos se hallaban sobre un escenario. No era simplemente el público, la gente que miraba; no, también estaban actuando. Incluso ella tenía un papel, por eso acudía todos los domingos. No le cabía la menor duda de que si hubiese faltado algún día alguien habría advertido su ausencia; después de todo ella también era parte de aquella representación. ¡Qué raro que no se le hubiese ocurrido hasta entonces! Y, sin embargo, eso explicaba por qué tenía tanto interés en salir de casa siempre a la misma hora, todos los domingos, para no llegar tarde a la función, y también explicaba por qué tenía aquella sensación de rara timidez frente a sus alumnos de inglés, y no le gustaba contarles qué hacía durante las tardes de los domingos. ¡Ahora lo comprendía! La señorita Brill estuvo a punto de echarse a reír en alto. Iba al teatro. Pensó en aquel anciano caballero inválido a quien le leía en voz alta el periódico cuatro tardes por semana mientras él dormía apaciblemente en el jardín. Ya se había acostumbrado a ver su frágil cabeza descansando en el cojín de algodón, los ojos hundidos, la boca entreabierta y la nariz respingona. Si hubiese muerto habría tardado semanas en descubrirlo; y no le hubiera importado. ¡De pronto el anciano había comprendido que quien le leía el periódico era una actriz. «¡Una actriz!» Su vieja cabeza se incorporó; dos luceritos refulgieron en el fondo de sus pupilas. «Actriz..., usted es actriz, ¿verdad?», y la señorita Brill alisó el periódico como si fuese el libreto con su parte y respondió amablemente: «Sí, he sido actriz durante mucho tiempo».

La orquesta había hecho un intermedio, y ahora retomaba el programa. Las piezas que tocaban eran cálidas, soleadas, y, sin embargo, contenían un algo frío -¿qué podía ser?-; no, no era tristeza -algo que hacía que a una le entrasen ganas de cantar-. La melodía se elevaba más y más, brillaba la luz; y a la señorita Brill le pareció que dentro de unos instantes todos, toda la gente que se había congregado en el parque, se pondrían a cantar. Los jóvenes, los que reían mientras paseaban, empezarían primero, y luego les seguirían las voces de los hombres, resueltas y valientes. Y después ella, y los otros que ocupaban los bancos, también se sumarían con una especie de acompañamiento, con una leve melodía, algo que apenas se levantaría y volvería a dulcificarse, algo tan hermoso... emotivo... Los ojos de la señorita Brill se inundaron de lágrimas y contempló sonriente a los otros miembros de la compañía. «Sí, comprendemos, lo comprendemos», pensó, aunque no estaba segura de qué era lo que comprendían.

Precisamente en aquel instante un muchacho y una chica tomaron asiento en el lugar que había ocupado el anciano matrimonio. Iban espléndidamente vestidos; estaban enamorados. El héroe y la heroína, naturalmente, que acababan de bajar del yate del padre de él. Y mientras continuaba cantando aquella inaudible melodía, mientras continuaba con su arrobada sonrisa, la señorita Brill se dispuso a escuchar.

-No, ahora no -dijo la muchacha-. No, aquí no puedo.

-Pero ¿por qué? ¿No será por esa vieja estúpida que está sentada ahí? -preguntó el chico-. No sé para qué demonios viene aquí, si no la debe querer nadie. ¿Por qué no se quedará en su casa con esa cara de zoqueta?

-Lo más di... divertido es esa piel -rió la muchacha-. Parece una pescadilla frita.

-Bah, ¡déjala! -susurró el chico enojado-. Dime, ma petite chère...

-No, aquí no -dijo ella-. Todavía no.

Camino de casa acostumbraba a comprar un trocito de pastel de miel en la pastelería. Era su extra de los domingos. A veces le tocaba un trocito con almendra, otras no. Aunque entre uno y otro existía una gran diferencia. Si tenía almendra era como volver a casa con un pequeño regalo -con una sorpresa-, con algo que habría podido dejar de estar allí perfectamente. Los domingos que le tocaba una almendra corría a su casa y ponía el agua a hervir precipitadamente.

Pero hoy pasó por la pastelería sin entrar y subió la escalera de su casa, entró en el cuartucho oscuro -su aposento, que parecía un armario- y se sentó en el edredón rojo. Estuvo allí sentada durante largo rato. La caja de la que había sacado la piel todavía estaba sobre la cama. Desató rápidamente la tapa; y rápidamente, sin mirar, volvió a guardarla. Pero cuando volvió a colocar la tapa le pareció oír un ligero sollozo.

FIN

viernes, 5 de junio de 2009

DE LA OBRA FICCIONES


Las Ruinas Circulares

de Jorge Luis Borges

Nadie lo vio desembarcar unánime anoche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel es un templo que devoran los incendios de antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres. El forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese templo era el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles incesantes no habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía que su inmediata obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.

El propósito que lo guiaba no era imposible aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le convenía el templo inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de los leñadores también, porque éstos se encargaban de subvenir a sus necesidades frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y soñar.

Al principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron de naturaleza dialéctica. El forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de algún modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los últimos pendían a muchos siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre les dictaba lecciones de anatomía, cosmografía, de magia: los rostros escuchaban con ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si anduviera la importancia de aquel exámen, que redimiría a uno de ellos de su condición de vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en el sueño y en la vigilia, considera las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia creciente. Buscaba en un alma que mereciera participar en el universo.

A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podía esperar de aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y que sí de aquellos que arriesgaban, a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque dignos de amor y de buen afecto, no podían ascender a individuos; los últimos preexistirían un poco más. Una tarde (ahora también las tardes eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un par de horas en el amanecer) licenció para siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con un solo alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos afilados que repetían los de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca eliminación de los condiscípulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones particulares, pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El hombre, un día emergió del sueño como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la tarde que al pronto confundió con la aurora y comprendió que no había soñado. Toda esa noche y todo el día, la intolerable lucidez del insomnio se abatió contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de tipo rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado unas breves palabras de exhortación, éste se deformó, se borró. En la casi perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos.

Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho mas arduo que tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara. Comprendió que un fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme alucinación que lo había desviado al principio y buscó otro método de trabajo. Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las fuerzas que había malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación de soñar y casi acto continuo logró dormir un trecho razonable del día. Las raras veces que soñó durante ese período, no reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del río, adoró los dioses planetarios, pronunció las sílabas lícitas de un nombre poderoso y durmió. Casi inmediatamente, soñó con un corazón que latía.

Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color granate en la penumbra de un cuerpo humano aún sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó, durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor evidencia. No lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias y muchos ángulos. La noche catorcena rozó la arteria pulmonar con el índice y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el corazón, invocó el nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos principales. Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni podía abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido.

En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era el Adán de sueño que las noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre casi destruyó toda su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera valido destruirla.) Agotados los votos a los númenes de la tierra y del río, se arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua. La soñó viva, trémula: no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple dios le reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y en otros iguales) le habían rendido sacrificios y culto y que mágicamente animaría al fantasma soñado, de suerte que todas las criaturas, excepto el Fuego mismo y el soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso. Le ordenó que una vez instruido en los ritos, abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel edificio desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado despertó.

El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos años) a descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego. Íntimamente, le dolía apartarse de él. Con el pretexto de la necesidad pedagógica, dilataba cada día las horas dedicadas al sueño. También rehizo el hombre derecho, acaso deficiente. A veces, lo inquietaba una impresión de que ya todo eso había acontecido... En general, sus días eran felices; al cerrar los ojos pensaba: Ahora estaré con mi hijo. O, más raramente: El hijo que he engendrado me espera y no existirá si no voy.

Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que embanderara una cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre. Ensayó otros experimentos análogos, cada vez más audaces. Comprendió con cierta amargura que su hijo estaba listo para nacer –y tal vez impaciente. Esa noche lo besó por primera vez y lo envió al otro templo cuyos despojos blanqueaban río abajo, a muchas leguas de inextricable selva de ciénaga. Antes (para que no supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre como los otros) le infundió el olvido total de sus años de aprendizaje.

Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de la tarde y del alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando que su hijo irreal ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas circulares, agua abajo; de noche no soñaba, o soñaba como lo hacen todos los hombres. Percibía con cierta palidez los sonidos y formas del universo: el hijo ausente se nutría de esas disminuciones de su alma. El propósito de su vida estaba colmado; el hombre persistió en una suerte de éxtasis. Al cabo de un tiempo que ciertos narradores de su historia prefieren computar en años y otros en lustros, lo despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero le hablaron de un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y no quemarse. El mago recordó bruscamente las palabras del dios. Recordó que de todas las criaturas que componen el orbe, el fuego era la única que sabía que su hijo era un fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al principio, acabó por atormentarlo. Temió que su hijo meditara en ese privilegio anormal y descubriera de algún modo su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable, que vértigo! A todo padre le interesan los hijos que ha procreado (que ha permitido) en una mera confusión o felicidad; es natural que el mago temiera el porvenir de aquel hijo, pensado entraña por entraña y rasgo por rasgo, en mil y una noche secretas.

El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos. Primero (al cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro, liviana como un pájaro luego, hacia el Sur, el cielo que tenía el color rosado de la encía de los leopardos; luego las humareadas que herrumbraron el metal de las noches; después de la fuga pánica de las bestias. Porque se repitió lo acontecido hace muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del fuego fueron destruidas por el fuego. En un alba sin pájaros el mago vio cernirse contra los muros el incendio concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse en las aguas, pero luego comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Éstos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñando.